La trilogía que Mark Adlard situó en
Tcity, vasto y automatizado complejo industrial del siglo XXII.
In the very North of England.
Escrita por un oscuro escritor inglés llamado Mark Adlard, que a día de hoy, todavía vive. Nació en Junio de 1932. Se retiró en 1976… después de haber trabajado como directivo en la industria del acero.
Leí los tres libros seguidos allá por el verano del año 2022… y tenía pendiente de escribir al menos unas pocas letras sobre Tcity.
Publicados por Orbit Books, a 75 p. de aquellos tiempos cada volumen, en 1977, comparten la cubierta, dibujada como en tres partes.
La obra hoy en día se lee con cierto
interés, y transmite al lector una fragancia de “cosiness” británica que
resulta muy agradable. Quizá se podría decir que es una especie de lectura a lo
John Wyndham, pero tamizada (rebajada en calidad), y añadiéndole los ingredientes propios de su
época, que mayormente eran sexo, drogas y rock & roll.
De esto último, de rock, poco hay; afortunadamente. Uno de los motivos más llamativos, sobre todo en la primera parte, “Interface”, que luego se sigue usando también en los dos siguientes volúmenes, es la mención bastante constante a la música que suena en todo el entramado de Tcity.
Digamos que toda la población, absolutamente toda, a excepción de una serie de VIPs, vive atrapada en una especie de complejo residencial-comercial-laboral. Y allí, en pasillos en los que se atropella la gente, suena música. Que es generada por ordenadores, de forma electrónica. La duda está en saber si Adlard usó este atrezzo para enfatizar la deshumanización del ecosistema de Tcity. Y si así lo hizo, la verdad es que de alguna manera dio en el clavo. Sí, la música electrónica (por decirlo de alguna manera) nos rodea por todas partes. Pero Adlard al menos nos habla de sinfonías creadas específicamente para deleite o entusiasmamiento de la población. Y más allá de los pasillos, en los locales de ocio nocturno, suenan también drones electrónicos, que en este caso sirven para sugerir ciertas fantasías en la clientela, mientras alguna señorita hace algún tipo de baile o similar a la vez que ella misma toca el órgano del que surgen esos tonos tan llamativos. Evidentemente, solamente la clase alta puede acudir a este tipo de espectáculos. O quizá realmente a Adlard le interesaban por aquellos tiempos, principios de los años 70 del siglo XX, las rápidas vicisitudes que estaban ocurriendo en el mundo de los sintetizadores.
Sobre el sexo. El protagonista de la trilogía, Jan Caspol, se encapricha en principio con una chica que actúa en uno de los locales, Meriol. Tampoco es para tanto, aunque es el perfil masculino y obsesivo y empoderado. Esta es la parte más decepcionante. Ni fú ni fá. Cosas de aquella época que han sido superadas.
La novela es un ir y venir constante del trabajo al local nocturno, del local a casa, y así todo el rato. Lo que surge como telón de fondo es el alcoholismo, porque básicamente en cada escena se sirven constantemente licores (en casa, oficina), cerveza por la noche, etc… Y además también, al más puro estilo Dick, está Dixon, una especie de Alexa de Amazon que es quien realmente piensa, decide de alguna manera, hasta el mismísimo licor que toca beber.
¿El fondo de la historia? En la primera parte, el sistema funciona en base a una serie de estadísticas y lotes de producción a los que hay que someterse, aunque finalmente haya una serie de desajustes que lleven al desastre. En “Volteface” se intenta la ingeniería social, y de hecho, lo que se hace es enviar a la población a trabajar. Porque la ociosidad que permite la perfección de hojas de cálculo de producciones instantáneamente calculadas para mayor gloria del sistema termina por crear ansiedad, patologías mentales y una ola de peligrosa claustrofobia. Todos y todas encerradas en sus diminutos apartamentos mirando pantallas. ¿Nos suena de algo todo esto? Escrito en 1972. Aquí indudablemente el trabajo de Adlard es más que satisfactorio.
Hoy en día parece que lo que acabo de escribir no es más que una recriminación más, un conjunto de reflexiones que hasta compartimos con los críos de 7 años. Sabemos lo que ocurre, o al menos, nos lo describimos a nosotros mismos de vez en cuando.
Sin embargo, hace solamente cincuenta años era difícil imaginar siquiera cómo podría ser nuestra vida.
Gran aporte de Adlard.
Quizá lo más triste de todo sea que, entrando en contacto con esas patologías mentales ya descritas hace cincuenta años, ya sea de forma personal, o al menos observándolas en gente que tenemos muy cerca, familiares, amigos, conocidos, la conclusión que podemos sacar es que de alguna manera estamos atrapados. No hay vuelta atrás. No hay posibilidad de bajar a la calle y jugar a hacer cabañas, a tumbarnos en el césped y hacer un encuentro de jóvenes poetas. No. Suena todo extraño y agotador. Mejor guardar las apariencias y seguir observando las pantallas.
Verdad es que la última entrega de las tres, “Multiface” es la más floja, pero aun así sigue aportando cosas de interés. Se crean personajes ya bastante alejados de lo que es el colectivo educado a la medida de muy serias leyes de repetición. Surgen los proscritos, los diferentes, cada uno y cada una con sus obsesiones. Evidentemente el mensaje final es que la maquinaria perfectamente engrasada de consumo y producción no sabe nada de diferencias o de marginaciones varias.
Tomemos nota.
Al protagonista finalmente parece que la cosa le sale bien con una apasionante y atractiva ejecutiva llamada Sylvia. Pero los diferentes, abollados o no tan diligentes, obsesivos, románticos se diría… no creo que sigan muy contentos, allá en Tcity… Han pasado cincuenta años.
En resumen, trilogía de unas 600 páginas en total, que se lee con interés. A veces, sorprende, motiva, ilumina. Otras, aburre más que molesta, por darnos cuenta de dónde y de qué época proviene.
Aquellos felices años setenta.
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