Alessandro Francesco Tommaso Manzoni (Milán, 7 de marzo de
1785 – Milán, 22 de mayo de 1873).
Su trabajo por antonomasia es Los novios (I promessi sposi),
que terminó en 1822. Al parecer, escrita en principio en italiano piamontés (la
región de Turín y Milán), más tarde la reescribió en el italiano más culto de
la región de Florencia (la Toscana) (1842).
Este verano, después de un viaje por el Norte de Italia,
decidí que ya iba siendo hora de atacar “Los Novios”. Y desde luego que hoy ya
me tocaba escribir algo sobre ella.
La edición que he usado es una bastante antigua, de la
Biblioteca Sopena (1980). No se indica el nombre del traductor, cosa que es una
pena. Castellaniza todos los nombres, algo a lo que se acostumbra uno si la
novela es italiana (Don Abundio por Don Abbondio, Cristóbal por Cristoforo).
Antes de nada, tengo que reconocer que hacía ya más de un
año que no leía nada del siglo XIX. Lo último fueron “Los papeles del Club
Pickwick”. Y sinceramente, no sé por qué la raza humana tiene la curiosa
tendencia de dejar de lado lo que mejor le sienta a su cuerpo y alma. No hay
mejores lecturas que estas. Leer “Los Novios” ha sido una vuelta a la
literatura como tal. Nada de artificios; nada de frases huecas; nada de consejos.
Y para los que piensen que se trata de una novela romántica (en la peor acepción de la palabra), pues que comiencen a
leerla.
Lo primero que tengo que destacar de “Los Novios” es su
sentido del humor. Manzoni llena todos sus pasajes con grandes ironías y
sarcasmos a veces. Otras, con una sensibilidad que es consecuencia, como no
puede ser de otra manera, de su época, en la que el nombre de Rousseau todavía
significaba algo en Europa.
Segundo, su capacidad descriptiva de la Historia, y sobre
todo, de la época en la que la peste asoló a Milán y sus alrededores en 1630.
Uno se deja llevar por los acontecimientos, y elige a Manzoni como a ese
profesor de Historia que nunca tuvimos en la escuela. Que a la vez que enseña,
intenta entretener, o al revés.
Acción entre Milán,
el lago di Como, y Bérgamo. En el mapa de arriba se pueden ver (eso espero) las ciudades. Al
Norte, Lecco, que está en el final sur del lago Como. De Lecco hacia el Sur surge el
río Adda, que se tornará fundamental en la historia de los novios. También
cumple su papel cierto monasterio de monjas situado en Monza. Pero lo más
importante que hay que indicar es que Bérgamo por aquella época (1630)
pertenecía al Estado de Venecia, no al de Milán, controlado éste dicho sea de
paso por un gobernador español. De aquí la importancia de poder moverse entre
las dos partes del río Adda, que hacía de frontera.
El argumento se puede resumir en pocas líneas. Un señor
feudal, Don Rodrigo, queda prendado de la belleza de Lucía, que es la prometida
de Renzo (Lorenzo). Así, avisa al párroco local del pueblo donde viven los
prometidos que no se le ocurra casarlos antes de que él cate a la novia. Y ya
está. Hoy se haría de esta historia una incesante explotaition de ideas como la violencia machista, del mal que se ha
instalado en este mundo, de la decadencia moral de nuestra era, etc… cuando
suele ser lo más normal del mundo (dada nuestra condición de animales
envidiosos, claro está). Lo que han
cambiado son los métodos, no los fines.
Manzoni lo que hace simple y llanamente es describir con
paciencia, estilo, y ánimo conciliador, todo, absolutamente todo el mundo que
rodea a esta situación, sin dejar títere con cabeza. Es decir, controlando como
escritor el mundo que crea, y con un plan en la cabeza. Poco importa (que sí
importa) el destino de esta pareja. Lo que vemos y escuchamos por los caminos
lombardos es lo importante.
Así, empezamos con los bravos.
Que eran por aquella época una especie de matones al servicio del señor de
turno. Manzoni se encarga de explicar poco a poco el papel de la ley en la
época descrita, y cómo ésta se aplica según a quién afecte o no. Su ironía es
magistral.
Don Abundio pasea por las orillas del Adda y es avisado por
dos de estos matones. Más tarde, viendo la cobardía del párroco, que está
asustado por las amenazas de Don Rodrigo, Lorenzo y Lucía prepararán un
numerito por el que aunque Don Abundio no diga nada, se queden desposados si
ambos pronuncian un “sí” ante él. Saldrá mal.
Aparecerá en escena un monje, fray Cristóbal, que es el
primer héroe de la novela, el que hace todo lo posible por establecer la
justicia en el país, y sobre todo, luchar contra el poder y el abuso de
autoridad. En un pasaje en el que se le hace brindar, se niega por no querer
dejarse llevar por los excesos, y se hace una broma sobre los navarros, que
bien les viene que se enteren de lo que iban despertando por tierras tan
queridas como las milanesas:
“-¿Cómo? –dijo Don
Rodrigo-; se trata de brindar a la salud del conde-duque. ¿Queréis que se os
tenga por partidario de los navarrinos?
Así se llamaba entonces en Italia, por escarnio, a los franceses, deduciendo
esta denominación de los príncipes de Navarra que empezaron a reinar con
Enrique IV. A tal insinuación, tuvo que beber el fraile”.
Se escribe sobre la polenta, mientras es compartida por
verdaderos amigos. Por aquella época, debía ser el alimento fundamental de la
población.
Renzo debe escapar a Milán, porque es acusado de una serie
de infortunios en el pueblo, tras su malogrado intento de engañar al padre Abundio. Al llegar, debe ponerse en contacto con
un capuchino. Pero lo primero que ve, al entrar por la puerta este de la
capital, son muchos panes por el suelo. Y se escriben páginas magistrales sobre
este alimento que es la base de toda la dieta mediterránea que compartimos con
los italianos: el pan. O quizás mejor dicho, la harina de trigo. Muchos panes.
Ha habido un saqueo. Antes, una orden del gobernador por la que se bajaba el
precio del pan, que habría de arruinar a los panaderos, que suben el precio, y
surge el problema: la población se ha acostumbrado al precio barato. Desordenes
callejeros que afectan a Renzo, metiéndose en más problemas.
Destaco este párrafo que surge majestuoso entre esas guerras
del pan.
“En un lado había
servilletas extendidas, en otro platos con comida, en otro naipes cubiertos y
descubiertos, en otro dados, y en casi todos botellas y vasos. De cuando en
cuando se veían correr berlingas, parpallolas y reales [monedas de la
época] que si hubiesen podido hablar,
probablemente hubieran dicho: «el
bolsillo de algún bobo, que, ocupado en ver cómo se arreglaban los negocios
públicos, descuidaba los pequeños asuntos de su propia casa». Grande era la confusión: un mozo daba mil vueltas
corriendo y sirviendo la mesa de comida y de juego”.
Luego ha habido escritores que evidentemente han aprovechado
las posibilidades que planteó Manzoni en estas pocas frases. Sobre todo de:
“probablemente hubieran dicho”, para construir una sola novela en la que las
monedas son las protagonistas. ¡Ojo!, no es mala idea. Quizás la aproveche en
un futuro.
Aparece el personaje del Innominado, el más poderoso de la
región, acostumbrado a hacer y deshacer. Éste le promete a Don Rodrigo que se
encargará de conseguirle a Lucía, que ya yace encerrada en un convento de
Monza, con la peligrosa compañía de cierta monja que tiene para sí sola
dedicadas unas de las mejores páginas de la novela. Pero después de prometer
alegremente una nueva fechoría, el Innominado, tiene la siguiente reflexión:
“¡Envejecer!...
¡Morir!... ¿Y luego?
¡Cosa admirable! La
imagen de la muerte, que en un peligro inmediato, delante de un enemigo,
esforzaba el ánimo de aquel hombre, añadiendo el valor a la ira, al
aparecérsele durante el silencio de la noche, en la inmunidad de su castillo,
le causaba una extraordinaria consternación, porque no era un riesgo que
provenía de otro hombre también mortal, ni una muerte que pudiera repelerse con
armas mejor templadas y brazos más vigorosos, sino que venía por sí sola,
llevábala él dentro de sí mismo y aun cuando tal vez no la creyese inminente
veíala acercarse por momentos paso a paso; y cuanto más se esforzaba por
alejarla de la imaginación, se aproximaba cada día más y más. En los primeros
años los ejemplos sobrados frecuentes, y el espectáculo incesante, digámoslo
así, de violencias, venganzas y asesinatos, inspirándole una atroz emulación,
le servían al mismo tiempo de disculpa, y aun de autoridad para adormecer los
clamores de su conciencia; pero ahora se despertaba en él de cuando en cuando
la idea, no por confusa menos terrible, de un juicio individual y de una razón
independiente del ejemplo. Por otra parte, el haberse distinguido de la turba
vulgar de los malhechores, siendo solo en su especie, excitaba en su espíritu
la idea de un espantoso aislamiento. Representábasele también la idea de Dios,
aquel Dios de quien había oído hablar, pero a quien desde mucho tiempo atrás no
pensaba ni en negar ni en reconocer, ocupado únicamente en vivir como si no
existiera. Y ahora en ciertas ocasiones de abatimiento, sin causa de terror,
sin fundamento conocido, le parecía que en su interior le gritaba: Existo”.
Y este personaje, el Innominado pasará a ser otro de los
héroes de la novela, perdonándosele sus anteriores fechorías, y ayudando al
pueblo en la próxima peste que va a azotar el Milanesado.
Luego, se escribe sobre la posición en la que queda el
malvado Don Rodrigo, una vez que se da cuenta de que ha perdido la amistad del
Innominado. Brillante párrafo de Manzoni:
“Al día siguiente, en el lugar de Lucía y en todo el distrito de Lecco,
no se hablaba de otra cosa sino de ella, del Innominado, del arzobispo [Federico
Borromeo, otro héroe de la novela], y de
otro sujeto que, aunque se complacía en que su nombre fuese muy conocido, esta
vez hubiera deseado que nadie se acordase de él: nos referimos a Don Rodrigo.
Y a fe que no era porque antes de esta aventura no se hablase de sus
hazañas, que se hablaba, y no poco; pero siempre se hacía con palabras ambiguas
y en secreto. Era necesario que dos personas se tratasen con mucha intimidad
para expresarse claramente sobre esta materia, y aun entonces no lo hacían con
toda la acrimonia de que eran capaces, porque los hombres en general, cuando no
pueden desahogar su indignación sin riesgo, no sólo la demuestran menos, o la
ocultan del todo, sino que efectivamente es menor la que experimentan”.
Sobre las fronteras de aquellas
épocas:
“El gobierno de Venecia tenía por máxima el fomentar y promover la
inclinación de los hilanderos de seda milaneses a trasladarse al territorio de
Bérgamo, para lo cual procuraba que encontrasen allí muchas ventajas,
especialmente la seguridad personal, que es la primera de todas, y sin la cual
de nada sirven las demás”. Así, Renzo cambiará su nombre por el de Antonio
Rivolta, y se irá a un telar a unas quince millas de la fábrica donde le dio
trabajo su amigo Bartolo.
Y llega la peste. Al parecer, la
que asoló el Norte de Italia (sobre todo a Milán y Venecia) (1629-31), fue
llevada allí por tropas austriacas/alemanas, en su paso de conquista, durante
la llamada Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Estas plagas de peste
acababan tranquilamente con la mitad de la población. No es difícil adivinar el
tipo de población que caía antes, y durante. Los que se libraban seguro, eran los
que vivían en los altos castillos construidos en las colinas.
Antes de seguir con la novela, me
gustaría aconsejar la visión de una película italiana que viene bien traer a
cuento en estos momentos. Se trata de “I lunghi capelli della norte” (1964), de
Antonio Margheriti. Los largos cabellos
de la muerte. Es una película de claro gusto gótico, en la que la acción
está situada allá por fines del siglo XV, es decir, hacia 1499. El conde Humboldt
se aprovecha de su posición para abusar de una guapa campesina, cuya madre está
siendo quemada en una hoguera, acusada de brujería. Brota la peste en la
comarca. Se cumplen una serie de profecías y maldiciones. La imaginería de
Margheriti vale la pena asociarse a los hechos que ocurren en “Los Novios”,
aunque la acción ficticia de ambas obras se separe por un lapso de unos 130
años.
Manzoni muestra su maestría narrativa
en las páginas en las que describe la llegada de la peste a Milán, y sus
consecuencias. Sin duda, si se ven las cosas desde el año 1820, la peste de
1630 no quedaba tan lejana como nos queda a nosotros, teniendo en cuenta
también que a principios del siglo XIX no se podía dar por finiquitado el
peligro de una nueva peste (y desde luego que hoy tampoco, aunque los riesgos
físicos parezcan menores, no quedando tan claro los efectos de una posible
peste psíquica que todavía está por analizar adecuadamente).
Manzoni recoge testimonios de
algunos historiadores. Uno de ellos, de Ripamonti, quien al parecer fue testigo
de tal escena:
“Un día de no sé qué festividad, un anciano más que octogenario, después
de haber orado de rodillas en la iglesia de San Antonio, quiso sentarse, para
lo cual quitó antes con la capa el polvo del banco.
—¡Ese viejo está
untando los bancos! —gritaron algunas mujeres que
vieron el acto.
Arrojáronse sobre el infeliz las gentes que se hallaban en la iglesia,
sin reparar en el sitio, y arrancándole las canas, le magullaron a puñetazos y
patadas, arrastrándole fuera medio muerto para llevarle a la cárcel, a
presencia del juez, a la tortura”.
Impresionante
cómo poco a poco Manzoni introduce al lector en esa vida cotidiana milanesa,
llena de espantos producidos más por la propia actitud de la población que por
la propia peste. Porque en un inicio, los médicos negaban que hubiera peste. La
culpa la tenían los que querían expandir la enfermedad mediante el untamiento
de superficies como puertas u otros lugares, provocando así la enfermedad. En
vez de poder atajar la enfermedad desde un inicio, para cuando todos se dieron
cuenta de que aquello no podía ser obra del hombre, muchos ya habían caído.
Y tras unas
serie de aventuras fabulosas, sobre todo las descritas en el lazareto (lugar en
el que se amontonaban a los apestados), la novela tiene su lógico final.
En resumen,
una gran lectura. Requiere de tiempo, es cierto. Pero compensa de sobra.
Además, también se trata de hacer un homenaje a la tan desconocida letteratura
italiana. Es la primera gran novela moderna italiana; “Los Novios”.
Inolvidable.
Dejo aquí una serie de portadas de otras ediciones de la novela, algunas de editoriales muy conocidas.
Y para el final, dejo una serie de fotografías sobre Manzoni.
Venecia. Manzoni tenía entre dieciocho y diecinueve años. Todavía le quedaban muchas aventuras por delante.
Y todas las fotos a continuación están tomadas en Milán. En la Piazza San Fidele, a dos pasos de la famosa Galleria Vittorio Emanuele II, la gran estátua.
Estas son de la casa-museo en la que vivió largos años, y también fue su casa natal. No llegué a entrar en ella. En otra ocasión.
La dirección exacta es 1, Via Gerolamo Morone, al lado de la Via Manzoni, que nace en la Piazza della Scala. Y como se trata de seguir con la literatura italiana, recomiendo leer el relato "Paura alla Scala", de Dino Buzzati, puro siglo XX italiano. Miedo en la Scala. Pues eso. Las cosas no han cambiado tanto.